Publicado por Rubén Díaz Caviedes
La consola de luces de Frederick Bentham en una reseña periodística de 1936. Fuente aquí. |
La velada rusa prometía en Manhattan el veintiuno de marzo de 1915. Tocaba el pleno de la Russian Symphony Orchestra of New York, dirigía el eminente Modest Altschuler y se sentaba al piano Marguerite Volavy. Y tendría lugar en un sitio tan sentido para los rusos como el Carnegie Hall, templo extraoficial de la música del imperio en Estados Unidos inaugurado hacía veinticinco años por el mismísimo Tchaikovski. Era un despliegue retórico algo aparatoso para estrenar a cualquiera que no fuera Rachmaninov, la gran sensación de la época, o a alguno de los últimos miembros vivos de los Cinco, y desde luego excesivo en medios para una obra breve —un poema sinfónico— que no pasaba de los veinte minutos.
Pero este no era, claro, un poema sinfónico más. Los patrocinadores del evento tenían razones para ponerse tan dramáticos y la más acuciante era que se iba a atentar contra la etiqueta. El autor de la obra, un compositor joven llamado Alexander Scriabin, requería que el público acudiera al concierto vestido de blanco. Además, suPrometeo: el poema del fuego se ejecutaría acompañado por un artefacto misterioso denominado cromola o clavier à lumières, cuya naturaleza, para más misterio, solo se revelaría durante el propio concierto. Estamos en una época y un contexto en los que la novedad no es el valor que es hoy cuando se trata de estas cosas, así que el patrocinio ruso de Nueva York tuvo que invocar la solemnidad del Carnegie y las garantías de intérpretes consagrados para conseguir llenar, como llenó, la platea del auditorio.
Fue un fracaso. Al menos si pasamos por alto que estemos aquí hablando de la ocasión, casi cien años después, y lo evaluamos solo en términos inmediatos. De hecho parte del público abandonó el local contrariado por la intentona de Scriabin de ilustrar su Poema del fuego con colores proyectados sobre el público, que es para lo que servía el enigmático clavier à lumières. Pocos entendieron que no era un simple foco de luces de colores, sino un instrumento cuidadosamente pulsado con su propia partitura, y nadie sintió que el Prometeo fuera una obra escrita necesariamente para el estímulo de dos sentidos —el oído y la vista—, en lugar de solo uno. Y, desde luego, allí muy pocos o ninguno experimentaron la inmersión sinestésica física que buscaba Scriabin al pedirles que fueran vestidos de blanco. «La expresión sincera de un genio», como había dicho de la música de este compositor el mismísimo León Tolstói, fue una vez más pasada por alto en su tiempo y el compositor murió un mes más tarde como lo hacen, en efecto, los genios, que con frecuencia es de forma muy tonta. Se cortó afeitándose, contrajo septicemia y murió en Moscú con tan solo cuarenta y tres años.
No fue la primera vez que un instrumento musical para los ojos —y repetimos: un instrumento musical para los ojos— fracasó en la hora de su puesta de largo y, desde luego, tampoco fue la última. De lo contrario hoy la música visual sería algo tan implantado como el cine y la fotografía porque es, aunque no lo parezca, una disciplina bastante más antigua. Vamos a intentar explicar por qué.